(Un cuento “para narradores” como mis admirados
Claudio Ledesma, Juan Ignacio Jafella y Raúl Cuevas)
Claudio Ledesma, Juan Ignacio Jafella y Raúl Cuevas)
Ella lo percibió aún antes de
verlo con los ojos. Lo percibió digo, porque el olor acre de la transpiración
ácida corrompiéndole la camisa de amarillo en las axilas lo precedía unas
cuantas cuadras. Y cuando finalmente llegó él -él, su cuerpo- detrás de su estela a la Milonga, fue
mirarlo y sentirse derretida. ¡Esos ojos oscuros... y esas lagañas blancas! Mirarlo
de arriba a abajo y detenerse en esos zapatos que desconocían la más elemental caricia
de la pomada negra. Y volver a subir la mirada y quedarse en el ruedo de su pantalón sin ruedo y su camisa
sin botones y con algo que en otra vida fueron puños. Y esa pastita gris de
sebo que se le formaba en los pliegues del cuello. Y la cera majestuosa en sus
orejas.
El contraste entre ambos era
evidente. Se bañaba ella con sales perfumadas tres veces por día; él probaba la
ducha obligado como hereje en misa una vez cada tres o cuatro días. No
todos sus baños -aun siendo pocos y pobres- incluían la higiene capilar. Eso, una vez por semana. Y siempre que
no hiciera frío.
Atildada ella -siempre de negro o
gris- uno podía mirarse en el brillo de sus charoles o sus uñas. Y cuando él se
sacaba los tamangos sentado al borde de la cama, ensuciando la colcha al
contacto de su pantalón, no quedaba un ser vivo kilómetros a la redonda.
Aún a su edad los dientes de ella
eran tallas de marfil, los de él… carbones decorados con el musgo verde
de la verdura del mediodía.
Pero fue para los dos mirarse y adorarse
porque ningunos ojos antes les habían entregado tanto amor, tan
torrentosamente.
Y así siguen, sin preocuparse de
nada. Juntos y a sus años.
A él no lo cuestionan las miradas ajenas si puede ir de su mano por el parque, mirándola embobado un sábado a la tarde. Y a ella, tan preocupada por parecer de entre las impolutas la más blanca, su sola presencia ¡la favorece! pues –por contraste- la hace sentir aún más inmaculada.
A él no lo cuestionan las miradas ajenas si puede ir de su mano por el parque, mirándola embobado un sábado a la tarde. Y a ella, tan preocupada por parecer de entre las impolutas la más blanca, su sola presencia ¡la favorece! pues –por contraste- la hace sentir aún más inmaculada.