miércoles, 20 de febrero de 2013

Sucio, inmaculado amor



(Un cuento “para narradores” como mis admirados
Claudio Ledesma, Juan Ignacio Jafella y Raúl Cuevas)



Ella lo percibió aún antes de verlo con los ojos. Lo percibió digo, porque el olor acre de la transpiración ácida corrompiéndole la camisa de amarillo en las axilas lo precedía unas cuantas cuadras. Y cuando finalmente llegó él -él, su cuerpo- detrás de su estela a la Milonga, fue mirarlo y sentirse derretida. ¡Esos ojos oscuros... y esas lagañas blancas! Mirarlo de arriba a abajo y detenerse en esos zapatos que desconocían la más elemental caricia de la pomada negra. Y volver a subir la mirada y quedarse en el ruedo de su pantalón sin ruedo y su camisa sin botones y con algo que en otra vida fueron puños. Y esa pastita gris de sebo que se le formaba en los pliegues del cuello. Y la cera majestuosa en sus orejas.
El contraste entre ambos era evidente. Se bañaba ella con sales perfumadas tres veces por día; él probaba la ducha obligado como hereje en misa una vez cada tres o cuatro días. No todos sus baños -aun siendo pocos y pobres- incluían la higiene capilar. Eso, una vez por semana. Y siempre que no hiciera frío.
Atildada ella -siempre de negro o gris- uno podía mirarse en el brillo de sus charoles o sus uñas. Y cuando él se sacaba los tamangos sentado al borde de la cama, ensuciando la colcha al contacto de su pantalón, no quedaba un ser vivo kilómetros a la redonda.
Aún a su edad los dientes de ella eran tallas de marfil, los de él… carbones decorados con el musgo verde de la verdura del mediodía.
Pero fue para los dos mirarse y adorarse porque ningunos ojos antes les habían entregado tanto amor, tan torrentosamente.
Y así siguen, sin preocuparse de nada. Juntos y a sus años. 

A él no lo cuestionan las miradas ajenas si puede ir de su mano por el parque, mirándola embobado un sábado a la tarde. Y a ella, tan preocupada por parecer de entre las impolutas  la más blanca, su sola presencia ¡la favorece! pues –por contraste- la hace sentir aún más inmaculada.

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domingo, 3 de febrero de 2013

Uno es su propia fruta


Uno es su propia fruta

Y hay que crecerse para finalmente –ya madura- arrancarse del árbol.